"Las cerezas sabían mejor después de la temporada, cuando ella las sacaba de su congelador mágico y me las ofrecía entre sus dedos blancos y fríos".

Las nubes lloran y los ojos de Vanilla llueven



Sivé descansa, con los ojos cerrados, sobre la hierba mojada. V está sentado a su izquierda, y ella apoya la cabeza sobre sus piernas. No es que esté muy cómoda, pero le gusta sentirle cerca.


El cielo se nubla y el césped se vuelve gris. Así, de repente. Sivé se incorpora y dice lo único que no hace falta decir:

- Se va a poner a llover otra vez, V. Vámonos.

Vanilla no se mueve, ni siquiera la mira. Sus ojos están húmedos y grises como el paisaje. Le acaricia el pelo y le pide algo que Sivé no se esperaba.


- Cuéntame una historia.


Ella sabe que no tardará en llover, y que si se moja su piel se mojará también su corazón. Y hoy no tiene fuerzas para verle llorar. Otra vez no. Así que se pone de pie.


- No he traído ninguna. Volvamos a casa y podrás escoger la que quieras.


- No vas a dejar que toque las esferas...

- Hoy sí, te lo prometo -le tiende la mano para que se levante, pero él no la toma. Sivé insiste -. Prometo que podrás rebuscar entre las esferas hasta encontrar la historia que más te guste. Y luego te la contaré. Pero vámonos, por favor.


A veces Vanilla es un poco estúpido

- ¿Qué harías si me muriera?

Aunque le ha cogido desprevenido, Vanilla reacciona deprisa.

- Últimamente haces preguntas incómodas, Sivé.

- Últimamente eludes las respuestas a mis preguntas, V.

No lo dice en broma. Quiere una respuesta y la quiere ya.

Sivé nunca exige nada. Porque no le hace falta.

- Si murieras, moriría contigo.

Sivé no sonríe, ni se alegra. Tampoco se enfada ni entristece. Parece, simplemente, decepcionada.

- Mira que eres estúpido.

Una carta para tí

Tú, que has medido la tripa de niños desnutridos mientras apartas los guisantes a un lado del plato y has acertado a decir “fíjate”, señalando la pantalla con el tenedor.

Tú, que te has escandalizado ante la noticia de una lapidación y dos segundos después has abofeteado a tu mujer.

Tú, que ves las noticias con la misma indiferencia que los anuncios televisivos.

Tú, que piensas que es injusto que las adopciones en los países subdesarrollados sean tan complicadas, y que al mismo tiempo proclames que las parejas homosexuales no tienen derecho a formar una familia.

Tú, que te dejas manipular porque es más fácil que muevan los hilos por ti.

Tú, que te quejas del frío, del calor, del mal vino o de la cantidad del cloro de tu piscina.

Tú, que admiras las obras de beneficencia de una “Iglesia solidaria”, que invierte más capital en su magnificación del que sería necesario para barrer el hambre.

Tú, que dices vivir en la parte desarrollada del mundo, y te tapas la nariz al pasar junto al hombre que duerme en el segundo banco del parque.

Tú, que te encoges de hombros, murmuras “¿qué se le va a hacer?” con media sonrisa, y devuelves la vista a tu vida de urbanita, porque prefieres no involucrarte en estas ni en tantas otras cosas…

¿Realmente te has detenido a pensarlo? ¿De verdad sientes ese “qué se le va a hacer”? La comodidad de tu primer mundo te invita a relajarte, echar una siesta y dejar secar al sol las lágrimas de cocodrilo que tal vez, y sólo tal vez, te ha provocado esto.

“El mundo es injusto”, dices. Y sí, te quedas más ancho que largo. Has pronunciado la sentencia del día, y estás orgulloso de ella. “Todo es tan difícil”, “haría falta tanto dinero”, “eso no tiene solución”.

La resignación es más fácil, las excusas más económicas y la ignorancia más útil.

Así que tú, que disfrutas de tus series favoritas mientras cenas, que conduces un coche que consume lo que un país tercermundista te da, y además lo contamina. Tú, que discutes por banalidades con el jefe, con la pareja, con los hijos y con el panadero. Tú, que duermes por las noches bajo un techo que no aprecias por medir menos de 90 metros cuadrados. Tú, que prefieres no saber qué es una utopía para no tener que construir una… Relájate y disfruta de tu estancia en el Primer Mundo, juega tu rol en la sociedad desarrollada y sonríe al pensar que podrías haber nacido en otras circunstancias.

Y los demás, que se apañen. Haber elegido muerte.


O Fortuna, Carmina Burana. Carl Orff

Lascia ch'io pianga

- Deja de llorar, Vanilla. Basta.

Pero no, Vanilla no puede. Las lágrimas le pesan y prefiere dejarlas correr mejillas abajo, rápidas, calientes.

Sivé no insiste. Porque tal vez él llore porque no puede respirar, como le ocurre a ella a veces. Así que le da un beso en la mejilla y se marcha.

¿Te parece que no hace bien en irse? Quizás nunca has tenido la necesidad de llorar, aún sin motivos. Quizás no te han pesado las lágrimas acumuladas en los ojos, ni el aire ardiendo en los pulmones. Quizás nunca te hayas sentido tan triste como para reaccionar así. O tan feliz.

Lascia ch'io pianga, de la ópera Rinaldo, por Maria Callas.

El aire que pesa en los pulmones vacíos

A Sivé a veces le cuesta respirar. Será que el aire se vuelve pesado con el calor, o que Vanilla la abraza demasiado fuerte. Será que las sábanas se enredan alrededor de su cuerpo después de hacer el amor; quizás que quede poco para que todo se acabe, y el vacío que vendrá le oprime el pecho.


Entonces se agita, se revuelve y abre mucho los ojos. La angustia se ve reflejada en sus ojos de espejo. Hiperventila y se marea. Vanilla, que siempre está pendiente, la coge de las manos y atrapa su mirada. Tranquila, le dice, sin mover los labios.


Y Sivé vuelve a respirar con normalidad.

Hasta dónde

- ¿Hasta dónde se puede querer a una persona, Vanilla?

- ¿Cómo que hasta dónde? Querrás decir cuánto.



Detiene sus pasos, gira sobre sus talones y sacude la cabeza. En momentos como éste, a Vanilla le parece una niña pequeña.



- No. Hasta dónde.



Vanilla levanta los hombros. No la entiende. Entonces ella se sienta en el suelo y le araña los ojos con sus ojos.



- ¿Hasta dónde me quieres tú?



Ah, claro, así que es eso. V comprende, o eso cree. Se deja caer a su lado y señala al frente.



- ¿Ves esa delgada línea que rompe el azul y tiñe la tierra de asfalto? -espera a que ella asienta, lentamente, sólo una vez -. Pues bien, yo te quiero hasta allí.



Ella se encoge, se hace una bola agarrándose los tobillos y murmura:



- Eso es muy poco, V. Muy poco.



Nadie

Está sentada en las escaleras del aparcamiento exterior del centro comercial. Tiene el pelo corto, castaño, pero algo me dice que a la luz del sol podría pasar por rubio. El flequillo, casi más largo que el resto, le cubre parte del rostro, casi la mitad derecha por completo. Y está así, sentada en el suelo de piedra, de costado, la espalda apoyada en el muro y las piernas flexionadas, una encima de la otra, plegadas como si pretendiese hacerse una bola, encoger, o algo así. No se mueve, ni siquiera estoy seguro de que respire. No ha cambiado de postura en todo este tiempo, a pesar de lo incómoda que parece. No ha levantado la vista del suelo, lo que me incita a presuponer que no está esperando a nadie. Ya me dirán, tiene el mar y la montaña a apenas unos metros y sin embargo clava la mirada intensa de su ojo gris en un punto de asfalto, algo que, además, me dificulta la observación. No podría definir sus rasgos porque tampoco he querido acercarme y molestarla, pero sé que no parece querer moverse de ahí nunca.

Lleva dos días, dos días enteros ahí sentada. Dos días sin comer, beber, sin ni siquiera mover un músculo. Ajena a las noches de un febrero invernal. No es que no le importe, es que sencillamente parece no sentirlo.

Increíble, ¿eh? Tengo un transmisor portátil y… sé que no debería, pero la he observado desde casa. Las cámaras del aparcamiento están bien distribuidas, y puedo asegurar que parece una estatua.

Nadie se ha acercado a ella, la gente prefiere las escaleras mecánicas, y el muro en el que se apoya es más alto que ella. Además, la gente que viene aquí no se para a mirar a los demás. Viene, consume, se va. Para eso mismo son los sitios así. Pero yo… No sabría decir por qué, tal vez sea que mi trabajo suele ser monótono y aburrido, y que, como novedad, me atraiga más. El caso es que, a cada segundo que la miro, aumenta mi interés. No ha cambiado nada, y el pelo sigue cubriéndole el rostro. Seguramente no pasará de los quince, y es extremadamente delgada, pero aún así, cada vez me parece más hermosa. Pero no, no. Eso no tiene nada que ver. Me fijo en ella solo porque… La verdad, no lo sé.

Sólo mírala. ¿No tienes la necesidad de mirarla, de saber?

- Ernesto… Ernesto, ahí no hay nadie.

Subamos al cielo



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Pero bajemos despacio, el golpe puede ser mortal.

Y si vuelvo a subir, quiero que sea contigo de nuevo.