"Las cerezas sabían mejor después de la temporada, cuando ella las sacaba de su congelador mágico y me las ofrecía entre sus dedos blancos y fríos".

día de regalo

Esta tarde Sivé se ha encontrado con una caja de bombones Milka con forma de corazón sobre su regazo. Estaba entretejiendo nubes para hacerse una bufanda blanca. Ahora que ha llegado el frío, su vestido gris le abriga poco y no quiere volver a coger un resfriado, o V no la dejará salir a jugar cada día antes de que se vuelva oscuro y haya que meterse en casa a leer cuentos de Navidad. A Sivé no le gustan estas historias. En realidad, no le gusta nada la Navidad, ese olor a pavo y variantes, comida en exceso, familias formadas por gente que no se conoce, niños haciendo mucho ruido y dulces que se quedan pegados en los huecos de las muelas.

Cuando ha visto la cajita -es preciosa y cursi y a ella le ha encantado- ha salido corriendo a buscar a Vanilla. Él removía el cazo de sopa con una cuchara de madera y tarareaba una canción sin título. Se ha hecho el loco y ha seguido dando vueltas al caldo, guardándose las ganas de reír en el bolsillo izquierdo del pantalón. Sivé ha puesto morros y ha fruncido el ceño, con los bombones todavía en la mano. La verdad es que no estaba enfadada, sólo quería, como todas las otras veces, que él diese la cara.

- ¿Por qué me regalas bombones ahora? No es San Valentín.

Vanilla no la mira, prefiere bucear en el agua hirviendo antes que girarse y mostrarse todo lo vulnerable que se siente ante las preguntas raras de la pequeña Sivé. Se lo piensa un poco, sólo un poco, y le responde con otra pregunta que cree que es una trampa para ella y en la que se queda atrapado antes siquiera de elegir el cepo:

- ¿Y por qué debería regalarte bombones en San Valentín?

- Porque... -Sivé se da la vuelta, recoge su infinidad larga de nubes en un puñado y regresa a donde estaba.

Ella iba a decir "porque me quieres". Él se ha asustado porque no se atreve a pensarlo, pero de cualquier modo, le regalaría bombones cualquier día menos el 14, eso lo tiene claro.

Sivé a veces también necesita mimos.

Que V llegue por detrás y le susurre algo bonito all oído mientras le hace cosquillas un poco más arriba de la cintura, que la atrape con sus manos torpes cuando intente escaparse del juego, y que la levante muy alto, hasta el cielo, que de la bajada ya se encargará ella. Sin embargo, todos aquí sabemos que eso es imposible, y Sivé es demasiado coqueta como para llorar en público. Por eso se esconde debajo de la cama, como aquella vez que se comió todas las galletas, o detrás del tiesto de geranios azules que Vanilla plantó para ella el único día de su cumpleaños que han celebrado desde que se conocen.

V acaba encontrándola casi siempre. Si no, se desespera y se pone a buscar dentro de todas las esferas de colores tristes, aterrado por la posibilidad de que se haya podido quedar atrapada de nuevo en una de esas historias que saben tan amargo. Si la descubre, la mira flojito hasta que ella vuelve a recuperar el aliento y los ojos secos, y si por el contrario no logra dar con ella, la llama poniéndose las manos a los lados de la boca. Sivé no contesta, él se enfada y ella llora más, porque no le puede explicar qué le pasa y V no se merece más silencios de los que ya le da.

Por eso hoy, que le hace tantísima falta ese abrazo, hoy que se muere de frío por dentro porque quiere quererle mucho mucho y cuidar de él para que no se rompa y en el intento se está quedando sin fuerza en el corazón, se queda sentada donde está, al lado de Vanilla, tan cerca y tan lejos, y se deja resbalar por sus propias mejillas pálidas hasta que todo se vuelve del mismo gris que su vestido.

V debería haberse asustado y no lo ha hecho. La ha consentido un poco, hasta que ha pensado que se acabaría vaciando del todo, y le ha prometido:

- Conseguiré arreglar esto, pequeña.

Aunque no se lo cree demasiado, y Sivé sigue llorando aún un rato más, porque le quedaba algo de pena entre los dedos de los pies.

gris, verde, gris

- ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Sivé?

Ella está distraída ordenando las historias por colores en las estanterías del fondo, y no lo ha oído, o hace como que no lo ha oído, porque no contesta. Echa un poco de aliento sobre la superficie de una de las esferas y la frota con el bajo de su vestido. Luego la coloca donde estaba, con mucho cuidado. Vanilla se da cuenta de que la ha puesto en el centro justo de una de las lejas de historias grises, pero esa es verde, muy verde, casi tanto como las hojas de naranjo que prensaron el otro día. Se espera un poco, por si no se ha dado cuenta y la cambia. Sivé, sin embargo, sigue avanzando por el pasillo hasta que le alcanza.

- ¿Por qué has puesto esa historia entre las esferas grises? Es verde como las hojas del...

- Porque esa es especial, V. Es nuestra historia. Y quiero tenerla bien localizada por si hay que cambiar algún detalle.

V y el hombre que recoge abuelillos


- Ven, quiero enseñarte algo –le dice Sivé, y le tiende una mano que no llegará a darle.

Han salido corriendo y no le ha explicado hacia dónde. Hasta ahora no se habían encontrado con nadie. Vanilla quiere preguntar pero no lo hace porque ella se pone el dedo en la boca y le indica que hay que hablar poco y bajito. Luego, con el mismo dedo, señala al fondo de la calle: hay un señor con capucha y un saco de tela áspera, como de patatas. Jamás habría pensado que algo tan dulce pudiera guardarse en un sitio como ese. Lo arrastra, parece que pesa mucho. El señor refunfuña por lo bajo. Parece el hombre del saco que a veces sale en los cuentos. Sivé le explica:

- Como él se encarga de recogerlos todos y volverlos a soltar, no puede soplarlos ni pedir deseos. Por eso tiene esa mala cara.

- ¿No le gusta su trabajo?

- Es que es como si tú fueras heladero y no pudieras comer helado –argumenta ella encogiéndose de hombros.

- Oh. Qué mal.

Vanilla no sabe qué decir, está confuso. Imagina que Sivé quería darle una bonita sorpresa, pero ha conseguido que sienta lástima por el repartidor de sueños y que se pierda toda la magia de verlos volar por Ciudad Vacía. La pequeña Sivé, que no es muy observadora pero le conoce bien, se da cuenta y le dice:

- Anda, no estés triste. Vamos a tomar un helado.

V asiente y piensa que al menos los helados no se los podrán quitar nunca.

Un regalito de Dara

Somos una parte pequeñita de un todo que no sé si va a llegar algún día. Ya sabéis, esas ideas que se tienen y que no da tiempo a desarrollar.

V y Sivé no eran más que el esbozo de un par de personajes secundarios, y mirad por dónde, se han convertido en los niños de mis ojos (junto a Ella y al Hombre Luz, por supuesto). Creo que algun@s de vosotr@s os habéis encariñado con ellos también, y he querido que les veáis en pleno juego. Darita bonita (Dara Scully http://daracatscully.blogspot.com/)me dijo que les iba a dibujar, pero son tan parecidos que no estoy segura de si les ha sacado una foto (y creedme, eso es algo que también se le da genial).



¿Y bien? ¿Son como les imaginábais? :)

voy a llevarte a que te arreglen

Vanilla está un poco raro hoy, como si se le hubiera metido algo en los ojos. Ella se hace la remolona, no quiere acercarse demasiado porque intuye lo que le pasa y si se lo dice se va a poner triste también. Pero ya ha ordenado todas las historias que recogió el sábado pasado, las ha colocado en los estantes con cuidado de que ninguna resbale, y V sigue igual.

- ¿Qué te pasa, pequeño? –le gusta llamarle pequeño, así le siente un poquito suyo, por difícil que sea.

Él no la mira, no quiere que le vean con los ojos rojos. Seguro que está horrible y la va a asustar. Niega con la cabeza, aunque sabe que Sivé no es nada tonta y le va a volver a preguntar.

- Es que llevo mucho tiempo aquí, contigo. Creo que necesito un abrazo.

Sivé guarda silencio y movimiento un ratito minúsculo y luego se da la vuelta y se va. Vanilla se estremece: al girar, su vestido le ha rozado la nuca. O eso le ha parecido. ¿Se habrá enfadado? Quiere pensar que no, y sin embargo se le hace un nudo en el estómago porque está convencido de que le ha hecho daño. Le gustaría ir a buscarla, acunarla entre sus brazos y decirle que no pasa nada, que está bien así, pero hoy es uno de esos días en que se duda.

La niña Sivé vuelve con media sonrisa derecha pintada en su carita redonda y le dice que se levante.

- Levántate. Vamos, voy a llevarte a que te arreglen.

A que lo arreglen, como si fuera un coche o una batidora rota. Para qué preguntar, es Sivé, ella sabrá qué se le ha ocurrido, y si lleva puesta media sonrisa no será del todo malo.

- Conozco a una chica – le dice – que se quita los pies para dormir, y a veces no los encuentra luego y entonces se lava los dientes haciendo el pino –. La cara de V es un poema, y con razón. Levanta una ceja en señal de “¿qué significa esto, bonita?”. Sivé se da cuenta y se ríe –. Da unos abrazos que calientan hasta los corazones congelados. Creo que hasta puede resucitar osos del Polo Norte si se los acurruca contra el pecho. A lo mejor puede hacer algo contigo.

Vanilla camina tras ella esperando de verdad que esa chica que se quita los pies pueda arreglarle, aunque lo que él quiere no es exactamente uno de esos abrazos de oso.

Collares de caracolas

Y dale con el calor sofocante que se les pega a la garganta, por dentro, y apenas les deja respirar. A Sivé no le molesta demasiado, está haciéndose un collar con las conchas de todos los caracoles que se le han muerto al sol, y le dan tanta pena que no se ha dado ni cuenta de que está pronta a convertirse en un charquito gris. Pero V, uff, él sí la nota, esa sensación de quedarte pegado al suelo cuando pisas, a ti mismo si te rascas las picaduras de mosquito. Y se agobia. La niña le diría que no se preocupara, que llegará el invierno otra vez y él podrá hacer todas esas preguntas. Entonces obtendrá verdades, porque eso es lo que se saca de los colores fríos.

- Pero mientras tanto déjame inventar un poco. Lo suficiente como para crear un cielo de babosas para mis caracoles muertos.

Vanilla piensa que se va a volver loco de tanto calor, porque con tantos bichejos que se han desintegrado, va a tener que ser un cielo muy grande para que quepan todos. Se le ocurre una idea disparatada, y se lo medita mucho antes de dejar que le de la luz sobre los labios. Sabe que Sivé le va a decir que no, siempre lo hace. Pero es que no sabe si lo va a poder soportar, así que allá va:

- ¿Y si te ayudo?

Un algo extraño le recorre la tripa cuando ella le mira. A lo mejor es el fantasma de un caracol, que le acaricia para darle las gracias. O la furia contenida de su amiga por tener que repetir la negación de nuevo.

Pero no.

Sivé se mueve un poco para hacerle hueco a su lado, y luego le invita a balancear los pies con ella. Le tiende un hilo transparente, un montón de caracolas y media sonrisa izquierda, para que la pueda ver bien.

Colores de verano

Le duele la cara de sonreír tanto. Hoy ha sido un día divertido porque hacía sol y el calorcito de un verano próximo ha animado a Sivé. Este invierno ha llovido mucho, tanto que casi no ha podido salir a recoger piedrecitas. Vanilla le dice que al menos ha habido muchas esferas de colores que recolectar, que así no se va a quedar sin cuentos para cuando se hace de noche y ninguno de los dos puede dormir. Pero Sivé, la niña Sivé... Ya la conoces, siempre tiene un argumento asomando para rebatir sus palabras. Esta vez le dice que los colores de las últimas historias no le gustan.

- Los colores de estas esferas últimas no me gustan. Son mustios, apagados. Cuentan verdades. No quiero verdades, quiero poder inventarme los finales. Las del verano siempre son más bonitas, más redondas, con colores brillantes.

V se pregunta a sí mismo cuál será la diferencia. Él no puede leer, pero piensa que, al fin y al cabo, agua son, las gotas de rocío que la ayuda a traer a casa. Las mismas serán, independientemente de la época del año. No se plantea ni por un momento que el marengo opaco de las luces del invierno sea para Sivé un espejo.

A veces las niñas caprichosas como ella necesitan purpurina de colores. Vanilla busca en los bolsillos para ver si le queda un poco embolsada en un paquetito transparente. Ella se ríe tapándose la boca para que no se de cuenta de que se lo ha quitado y ahora lo lleva en su vestido gris.

Sin embargo

Está tan cerca, que casi casi… Está tan cerca que casi casi la puede tocar. Y lo mismo de siempre. El mismo intentar y no llegar, el mismo estirar los dedos y agarrar el vacío. Sivé hace como que no se entera para que duela menos esa sustancia fría en las manos cuando las cierra y no ha conseguido ni siquiera rozarla. Él, en cambio.

Sivé mira la línea que está más allá del horizonte, esa que mira tantas veces cuando se pone triste. Pero es que Vanilla insiste cada día un poquito más y ella cada día tiene que mirar más lejos para no decirle ‘no’. Ha amanecido una de esas mañanas en las que no quiere decirle ‘no’, sino gritar una afirmación tan grande que la Lluvia no se atreva a tocar a la puerta en un montón de tiempo. O no pronunciar palabra, que es lo que va a hacer al final, de nuevo.

Así están, para no perder costumbres, sentados en el borde de cualquier precipicio, Sivé mirando al fondo huyendo lágrimas, Vanilla con la piel dolorida de tanto alargar en vano. Sivé evitando verdades, Vanilla buscando disculpas por ser tan pesado, por seguir queriendo estar tan cerca que casi. Ella diciendo 'no'. Él, sin embargo.

Esferas de lluvia


- ¿Sabes cuáles son esas gotitas de lluvia que se quedan en las hojas cuando vuelve a salir el sol? Sí, las que brillan y parecen de mil colores aunque no sean de ninguno. Las nubes lloran todas las historias que ven desde allá arriba cuando están tan tristes que ya no pueden más. Bueno, a veces lloran de alegría, pero menos.

Vanilla asiente aunque no sabe muy bien a cuento de qué viene eso ahora, si él le ha preguntado de dónde sacó aquella historia que le contó ayer.

- Pues un día se me ocurrió guardarme una en el bolsillo para enseñártela al volver, y cuando quise sacarla no la encontré. Pero tenía el vestido un poquitín mojado, y las botas se me habían roto de correr tanto.

V pone caras raras cuando Sivé mira al cielo, que hoy está de un azul frío que se clava en los huesos. Ella dibuja algo con los dedos en el aire, pero lo hace demasiado deprisa y no le da tiempo a distinguir qué es.

- Fue el día que me comí todas aquellas galletas porque estaba apenada, ¿te acuerdas? Cuando acabé de zampar volví a salir, pero me llevé una cajita para que no me pasara lo mismo que antes. Escogí la gota más grande, la única lágrima de risa que cayó esa tarde, y la metí dentro. La había guardado para una ocasión especial.

- ¿Y ayer lo fue?

Sivé resopla, se enfada y patalea dos veces. Luego piensa que claro, tanto tiempo allí, se le tiene que haber olvidado eso también. Se le pasa y se sienta a su lado, casi tocándole. Casi.

- V, ayer fue tu cumpleaños. Ese era mi regalo. Es que no te enteras de nada...

Abrazos que escuecen

Vanilla no entiende por qué Sivé se muestra siempre tan reticente a responder a sus preguntas. Da igual que sean complejas, que la impliquen directamente o que sean lo más absurdo del mundo, como cuando él quiso saber cuánta esferas guardaba y ella respondió que eso era algo que, simplemete, no podía decirle. Evidentemente, después de aquello, el "¿por qué?" sonó débil, poco confiado, tan poco que no esperaba siquiera ser escuchado.

Ella se peina con los dedos y se pasa los soles mirándose las manos, con la cabeza ladeada de ese modo tan tierno. Parece, como de costumbre, una niña pequela, y a V le entran ganas de estrujarla entre sus brazos. Pero sabe que no, y cómo le duele saberlo. Le molesta como molesta una pinchita en el dedo: la obvia hasta que la roza sin querer, y entonces escuece como al principio. A veces, igual que haría con la pincha, aprieta para sentir el dolor, para convertirlo en físico, para no olvidarlo, porque si lo hace, el mínimo roce le sorprenderá. Y el mínimo roce es mirarla así y saber que no la abrazará.

La mira. Ella se pasa los soles mirándose las manos, buscando a saber qué; él la mira a ella, buscando un motivo para los silencios, para las rarezas, los caprichos y demás. Buscando, quizás, un motivo que justifique que él se pase los soles mirándola, obligándose a escoger los abrazos que escuecen y que no existen.

- ¿Por qué? -se le escapan bajito un pensamiento y una cara mustia.
- Porque ni yo sé cuántas hay.

¿Qué? Sivé levanta los ojos de sus manos y se tira del vestido. Ladea la cabeza hacia el lado "de interpretar a V", como ella lo llama, y decide no ser agarrada y ceder sus labios en un cuarto de sonrisa sin motivo.

- Pero, si quieres, las contamos.

El pasillo de las cartas

Esta tarde, Vanilla curiosea entre las estanterías. Como hace tanto frío no se ha atrevido a dar el paseo de las tardes de domingo. Además, a Sivé se le ha perdido el gorro de lana y seguro que si salen luego le van a doler las orejas. Ella come caramelos de limón y hace figuritas con los envoltorios.

V se ha tropezado un par de veces, y ha estado a punto de derrumbar uno de los estantes favoritos de Sivé, pero sigue investigando.

Hasta que encuentra un papel.

Hacía mucho que no veía uno de esos, así, tan cuadrado, con esa forma de... Eh. ¿Eso no será un sobre? ¿Un sobre como los de las cartas? ¡Sí! Se agacha a recogerlo y se da cuenta de que se ha metido en un pasillo en el que no había estado antes, lleno de cajas de las que sobresalen miles y miles de sobres como el que tiene en la mano. La sorpresa le da un empujón y la curiosidad le sube por la espalda como las cosquillas. Corre, esquiva lejas, espejos, falsas salidas y sigue corriendo hasta llegar a Sivé. Ella da vueltas a un dulce dentro de la boca, con movimientos exagerados. A su alrededor, un zoológico de papel de caramelo. Ahora está haciendo un elefante asiático.

- Tienes cartas.

- Sí.

Pero no se da cuenta de que, una vez más, V no entiende nada de nada. Él insiste:

- Sivé, tú no sabes leer.

- Por eso están todas cerradas.

Lacasitos

Vanilla compró lacasitos para tomarlos en Nochevieja. Sí, lacasitos, en vez de las típicas uvas. Es que a Sivé no le gustan, y por eso cuando le vio aparecer con las tachitas de colores se puso tan contenta.

Sivé los eligió rojos, del mismo color que las cerezas, porque decía que le recordaban a él. Vanilla escogió uno de cada, por la misma razón, aunque no se lo dijo a ella.

Y se comieron uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve diez once doce lacasitos, y bebieron zumo de mango. Y luego les dolió la tripa, no sé si por el mejunje o por la risa que les dio después.