"Las cerezas sabían mejor después de la temporada, cuando ella las sacaba de su congelador mágico y me las ofrecía entre sus dedos blancos y fríos".

Abrazos que escuecen

Vanilla no entiende por qué Sivé se muestra siempre tan reticente a responder a sus preguntas. Da igual que sean complejas, que la impliquen directamente o que sean lo más absurdo del mundo, como cuando él quiso saber cuánta esferas guardaba y ella respondió que eso era algo que, simplemete, no podía decirle. Evidentemente, después de aquello, el "¿por qué?" sonó débil, poco confiado, tan poco que no esperaba siquiera ser escuchado.

Ella se peina con los dedos y se pasa los soles mirándose las manos, con la cabeza ladeada de ese modo tan tierno. Parece, como de costumbre, una niña pequela, y a V le entran ganas de estrujarla entre sus brazos. Pero sabe que no, y cómo le duele saberlo. Le molesta como molesta una pinchita en el dedo: la obvia hasta que la roza sin querer, y entonces escuece como al principio. A veces, igual que haría con la pincha, aprieta para sentir el dolor, para convertirlo en físico, para no olvidarlo, porque si lo hace, el mínimo roce le sorprenderá. Y el mínimo roce es mirarla así y saber que no la abrazará.

La mira. Ella se pasa los soles mirándose las manos, buscando a saber qué; él la mira a ella, buscando un motivo para los silencios, para las rarezas, los caprichos y demás. Buscando, quizás, un motivo que justifique que él se pase los soles mirándola, obligándose a escoger los abrazos que escuecen y que no existen.

- ¿Por qué? -se le escapan bajito un pensamiento y una cara mustia.
- Porque ni yo sé cuántas hay.

¿Qué? Sivé levanta los ojos de sus manos y se tira del vestido. Ladea la cabeza hacia el lado "de interpretar a V", como ella lo llama, y decide no ser agarrada y ceder sus labios en un cuarto de sonrisa sin motivo.

- Pero, si quieres, las contamos.